En la década de 1970, la Unión Soviética inició uno de sus proyectos de ingeniería más audaces y extravagantes: desviar el curso de los grandes ríos siberianos para redirigir sus aguas hacia las zonas áridas del sur, como Asia Central y el sur de Rusia, en vez de que fluyeran hacia el Ártico. La controvertida solución implicaba el uso de explosiones nucleares “pacíficas” para construir vastos canales.
El desafío monumental. Para concretar este plan, los ingenieros soviéticos no escatimaron en métodos extremos. El experimento más destacado fue el “Taiga” en 1971, donde se detonaron simultáneamente bajo tierra tres dispositivos nucleares, equivalentes a las bombas de Hiroshima, con el fin de crear un canal entre las cuencas de los ríos Pechora y Kama.
El resultado fue el Lago Nuclear, un cuerpo de agua aún radiactivo en medio del bosque boreal, y un fallido sueño de ingeniería. Aunque las explosiones eran de baja fisión, fueron detectadas tan lejos como Suecia y Estados Unidos, generando condenas internacionales por violación del Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares.
La visión soviética. La idea de redirigir ríos no era nueva; ya en el siglo XIX, figuras como Igor Demchenko imaginaban inundar las cuencas del Caspio y el Aral para cambiar el clima. Durante la era de Stalin y la Guerra Fría, el proyecto ganó impulso. Para los soviéticos, el caudal de agua que fluía hacia el desolado norte era un desperdicio inaceptable.
Transportar esa agua al sur podría transformar Asia Central en un oasis agrícola, revitalizar el mar de Aral y fortalecer el dominio soviético sobre las repúblicas centroasiáticas. Respaldado por casi 200 institutos científicos y miles de trabajadores, el plan contemplaba canales de hasta 1.500 km para desviar un 10% del agua de los ríos Ob e Irtish a Kazajistán, Uzbekistán y Turkmenistán. Envalentonados por las proezas como los acueductos romanos y convencidos de que el ser humano debía dominar la naturaleza, los líderes soviéticos proyectaban concluir esta obra colosal para el año 2000.
El colapso del mito hidráulico. Sin embargo, la envergadura del proyecto provocó una reacción inesperada. Durante los años 80, una oposición de científicos, escritores e intelectuales se gestó en una de las primeras campañas ambientales masivas en la historia de la URSS. El hidrólogo Serguéi Zalyguin y otros denunciaron no solo el costo exorbitante y la falta de sustento científico, sino también los desastres ecológicos que podría desencadenar: alteraciones climáticas, pérdida de hábitats únicos, inundación de sitios culturales y cambios en el hielo siberiano.
El desastre de Chernóbil en 1986 fue el golpe final. Este evento demostró los peligros del manejo descuidado del poder nuclear, desviando recursos y atención política. Apenas cuatro meses después, Mijaíl Gorbachov canceló oficialmente el plan de inversión fluvial. Para algunos, fue una respuesta a la presión ambientalista; para otros, el reconocimiento de que la URSS ya no podía costearlo.
Proyecto resurgente. Aunque aparentemente enterrado, el proyecto ha dejado un legado. Personalidades como el exalcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, han intentado revivirlo a lo largo de los años. En 2025, dos científicos rusos sugirieron nuevamente la viabilidad del proyecto en un contexto de avances técnicos y reorientación geopolítica hacia Asia.
Algunos han propuesto que reducir la descarga de agua caliente al Ártico podría atenuar el cambio climático, aunque estudios como el del oceanógrafo Tom Rippeth advierten lo contrario: alterar el flujo fluvial podría desestabilizar el Océano Ártico y acelerar el deshielo.
El recurso como identidad. Más allá de sus justificaciones técnicas o ecológicas, el proyecto de reversión fluvial representa una visión imperial: Rusia como una potencia que domina no solo territorios, sino recursos vitales. Eventualmente, transferir agua a China encajaría con el modelo extractivista que ha caracterizado al país durante siglos.
Como explicó el historiador Paul Josephson, esto simboliza una forma de colonización interna, modernizando Asia Central mediante obras públicas y asentamientos eslavos, dejando el sello del Estado soviético en el paisaje. Esa mentalidad persiste; muchos consideran que el agua siberiana sigue sin aprovecharse completamente y que debería canalizarse hacia el desarrollo económico y político.
El legado radioactivo. Hoy en día, el Lago Nuclear subsiste como uno de los escasos vestigios visibles de esta vasta fantasía hidráulica. Aunque la radiación ha disminuido, ciertas áreas siguen siendo peligrosas. El lago, rodeado de montículos de tierra y señales oxidadas de advertencia, es visitado por curiosos como el bloguero Andrei Fadeev, que lo describió a la BBC como “un lugar hermoso, aparentemente tranquilo, pero con cicatrices invisibles”.
Este paisaje sirve como alegoría de una ambición desmedida: transformar ríos con bombas atómicas, forzar la voluntad de la naturaleza mediante explosiones subterráneas y utilizar el agua como herramienta de control geopolítico.
Increíblemente, medio siglo después, la idea aún persiste.
Imagen | Dmitry Terekhov, Sentinel
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