Hace unos días, leyendo a Alberto Romero en su fascinante The Algorithmic Bridge, me encontré con tres relatos sorprendentes: tres personas cuyas vidas fueron salvadas al consultar a ChatGPT sobre sus síntomas de salud.
No utilizaron complejos prompts ni estrategias avanzadas. Simplemente describieron un dolor, una inquietud, una preocupación.
Y vivieron para contarlo.
Lo llamativo de estas historias no es que la inteligencia artificial acertara (aunque lo hizo). Es que a Natalia se le pasara por la mente preguntar a ChatGPT por la tensión en su mandíbula. Que Cooper decidiera compartir los análisis de su perro. Y que Flavio, con un dolor creciente, optara por consultar a un chatbot además de a su médico.
El foco de estas historias no es ChatGPT, sino ese momento de reflexión previa, cuando alguien piensa «¿Y si…?».
Estamos centrados en lo que las máquinas nos están quitando: empleo, singularidad, creatividad. Sin embargo, en el proceso, estamos dejando de lado algo igualmente valioso: la capacidad de imaginar aplicaciones inesperadas y combinaciones insospechadas, maneras de usar la tecnología que trascienden las instrucciones formales.
La diferencia no solo reside entre quienes dominan la tecnología y quienes no, sino entre aquellos que pueden reinventarla y quienes se limitan a seguir los patrones establecidos.
Es como la adquisición de un nuevo horno. Hay quienes estudian cada función oficial pacientemente, y quienes sin más dilación comienzan a experimentar con los controles, creando combinaciones que tal vez el fabricante no había contemplado.
Ambos acabarán cocinando, pero son los segundos quienes descubrirán que, al usar el grill a potencia media con ventilación, se logra un acabado que no aparece en las recetas oficiales.
La verdadera innovación ha emergido históricamente de quienes ignoran, conscientemente, las limitaciones teóricas.
La buena noticia es que, al igual que el talento, esta capacidad trasciende credenciales. Un desarrollador experimentado puede atascarse en el código con ChatGPT, mientras que un joven podría descubrir que simular conversaciones difíciles antes de tenerlas es efectivo, actuando como un espejo emocional que no está en ningún manual.
Las historias compartidas por Alberto tienen algo más en común: se desarrollan en el ámbito médico, donde el saber ha sido tradicionalmente una fuente de poder. Donde los diagnósticos suelen ser unidireccionales y la jerarquía es tan rígida que incluso tiene su propio uniforme.
Sin embargo, ahí están Natallia, Cooper y Flavio, alterando el orden al presentar a los expertos un diagnóstico que ellos no pudieron realizar, pero que la IA sí identificó. No es una cuestión de fe ciega en la tecnología (todos verificaron con profesionales). Es algo más profundo: un reordenamiento silencioso de quién accede a qué información y cuándo.
Mientras seguimos preguntándonos si las máquinas van a robarnos la imaginación, la verdad es mucho más sencilla: lo crucial no es lo que la IA nos quita, sino lo que somos capaces de hacer con ella.
Aquí reside la verdadera ventaja competitiva del siglo XXI: en la habilidad para identificar oportunidades donde otros solo ven herramientas con instrucciones predefinidas. Natallia, Cooper y Flavio no salvaron sus vidas gracias a una tecnología superior, sino por atreverse a pensar de manera diferente.
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